Cristóbal tenía el pelo tan blanco como
aquella nieve antológica de su infancia en San Petersburgo, cuando la
preciosa ciudad de Rusia se llamaba Leningrado y él era un niño
desarraigado, como trasplantado de repente a un planeta extraño, y
todavía ese nombre, Leningrado, no resonaba como sinónimo de horror y
espanto, mucho antes de que la historia lo definiera como el cerco más
terrible de la más cruenta guerra del siglo XX. Todos sus recuerdos se
agolpaban nítidos en esa prodigiosa cabeza nevada, en ese busto de
senador romano. Solían imponerse los peores, aunque su expresión fuese
siempre afable.
Escuchar a Cristóbal hablar del sitio de Leningrado era
una lección de historia. Una lección de supervivencia. Una lección de
dignidad. Contaba cosas terribles que se hacen difíciles de reproducir e
imaginar. Siempre dijo que parte de él se quedó allí. La parte peor de
su vida. Pero también la mejor: así son los hombres grandes. Aquella
lejana ciudad marcó su vida. Jamás pudo expulsar los fantasmas de los
momentos más oscuros. Pero cómo se le iluminaba el rostro hablando de
los mejores. De los museos, de la ópera, de las amplias avenidas, del
río Neva, de la casi dañina belleza de una ciudad maravillosa. Y del
ballet, del que fue aficionado hasta el último día. Cristóbal, que nunca
dejó de ser un niño de la guerra, ya baila para siempre en el lago de
los cisnes.
Cristóbal
García Galán, niño de la guerra de 95 años, falleció el 6 de septiembre
de 2021, uno de los últimos supervivientes de la blocada de
Leningrado.
Rodrigo Pérez Barredo
Del equipo de "Huérfanos del olvido"
Y de Archivo Guerra y Exilio (AGE)
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